La relación entre Bianca y Margaret nunca había sido tersa, pero después de aquella velada, la tensión se volvió insoportable. Margaret, derrotada en apariencia, se retiró a su refugio en los Hamptons. El aire salino de la costa no lograba apaciguar la furia que hervía en sus venas. Lo que había planeado con tanto esmero —esa trampa urdida junto a Willow para exponer a Bianca y humillarla frente a todos— había terminado por fortalecer el lazo entre su hijo y aquella advenediza.
Margaret se paseaba por la terraza de su mansión frente al mar, su vestido de seda azul oscuro de Dior ondeando con el viento. Su rostro impecable, enmarcado por perlas, estaba crispado por la ira. Llevaba una copa de vino en la mano, pero no bebía; solo la giraba con movimientos tensos, como si quisiera romperla entre los dedos.
—Esa perra arribista… —murmuró entre dientes, con una sonrisa gélida—. Cree que puede arrebatarme a mi hijo, pero aún no ha visto de lo que soy capaz.
Willow, que había llegado esa mañ