La ciudad estaba iluminada como un joyero esa noche. Las luces de neón competían con las arañas de cristal del Gran Hotel Imperial, donde Margaret Thornhill había organizado una “gala de beneficencia” en nombre de una fundación que nadie conocía realmente. En realidad, todo había sido un montaje: un escenario perfecto, con invitados de la más alta sociedad, música de cuerdas y champán francés fluyendo como agua. Todo un plan orquestado con la unión de Willow.
Margaret, enfundada en un vestido azul medianoche de Oscar de la Renta, con un brazalete de diamantes que relucía en su muñeca, caminaba entre los invitados con la seguridad de una reina en su trono. Su sonrisa era tan fría como sus ojos acerados. Willow, por su parte, estaba deslumbrante en un vestido verde esmeralda de Versace, de seda ajustada y espalda descubierta, sus labios pintados de un nude perfecto que realzaba la ironía venenosa de su sonrisa.
Ambas intercambiaron una mirada de complicidad. Todo estaba listo.
—Hoy la p