El reloj ni siquiera había comenzado a sonar cuando Nehir se incorporó en la cama. Ni una alarma, ni un susurro. Su cuerpo despertó por inercia: el tipo de instinto que nace del miedo sostenido. El cuarto estaba en penumbra. La cortina de terciopelo apenas permitía que entrara luz de un cielo turquesa deslucido. Se puso de pie, sin quejarse. El espejo no devolvió sorpresa: solo reconocimiento.
El cabello negro azabache recogido con pinzas discretas. Los ojos azules aún más fríos que la noche. La piel clara, sin rastro de ternura. Todo en su reflejo gritaba: jueza, hermana, amenaza. Nehir Karaman ya no necesitaba que nadie la definiera. Hoy lo haría ella sola.
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Mirza estaba en la terraza cubierta, leyendo un informe digital que Cemil acababa de imprimir por protocolo. Su silueta era inconfundible: casi 1.90 de altura, espalda recta, cabello oscuro peinado hacia atrás, la mandíbula firme delineada por una barba cuidadosamente rasurada. Vestía ropa informal, pero con cortes tan precisos