La fama, el poder y la posición ya no eran más que humo que se desvanece; solo quedaba la responsabilidad.
Damián sacó una cajetilla de cigarrillos del cajón, la abrió, tomó uno y se lo puso en los labios. Cuando lo encendió, sus dedos temblaban, pero no le importó; así, con el cigarro en la boca, dio una fuerte calada.
El humo ligero empañó sus ojos profundos y melancólicos.
La puerta del estudio se abrió con un chirrido, y el hombre preguntó con enojo y sorpresa:
—¿Quién es?
Quien entró fue Milena, quien lo miró y le dijo en voz baja:
—¡Soy yo!
Damián se relajó, recostó su cuerpo en el respaldo de la silla y suspiró en voz baja:
—Eres tú. ¿Cómo es que vienes tan tarde?
Milena se acercó y comenzó a ordenar el escritorio de su jefe:
—Acabo de terminar en la empresa, me preocupé por usted y vine a ver cómo estaba. Como era de esperarse, aún sigue trabajando.
Las yemas de los dedos de Milena tocaron ese diario y de inmediato no pudo contenerse.
No se atrevió a mirarlo, lo cerró suavement