Gabriela se miró en el espejo del vestidor, ajustando el vestido rojo escarlata que se ceñía a sus curvas como una segunda piel, el escote profundo revelando lo justo para intimidar. La cena con Armando era una trampa disfrazada de alianza: necesitaba su protección contra Luis, pero sabía que él quería más que negocios. Adrián la observaba desde la puerta, con los brazos cruzados, y los celos ardiendo en sus ojos.
—No vayas sola —gruñó, acercándose y atrayéndola por la cintura, su aliento caliente en su cuello—. Ese bastardo te desea. Lo vi en sus ojos durante la videoconferencia.
Gabriela se giró en sus brazos, su mano subiendo a su mejilla, sintiendo la aspereza de su barba incipiente bajo sus dedos. Sabía que Adrián tenía razón: Armando López no era solo un líder de cártel; era un depredador que olía la vulnerabilidad como un tiburón huele la sangre. Pero esta alianza era necesaria —protección para la mansión, para sus hijos, para Ápex en medio de la guerra con Luis Herrera y Carla