El espejo del baño aún retenía la huella de su respiración agitada. Ethan se apoyó en el lavamanos de mármol, con los nudillos blancos por la presión, mientras el recuerdo del beso lo atravesaba como un puñal al rojo vivo. Cerró los ojos. No para olvidarla. Sino para revivirla.
—¿Qué demonios estás haciendo? —gruñó a su reflejo—. No es solo una mujer. Es su maldita esposa.
Se enjuagó el rostro, como si el agua pudiera desaparecer el deseo que aún lo abrazaba. Tenía la camisa arrugada, los primeros botones desabrochados, y su corbata tirada en el suelo como un vestigio de la compostura que había perdido.
«No soy el bastardo que se esconde en las sombras. Soy la herida que nunca cerró», pensó, con la mandíbula tensa. «Y voy a hacer que sangres, Orestes… con lo que más te duele».
Salió del baño con paso decidido. Afuera, la noche caía sobre la ciudad con una belleza cruel, la lluvia aun azotaba los ventanales de la sala de estar del hotel. Las luces doradas de los faroles luchaban por ga