La noche caía sobre el callejón como una cortina espesa. Silenciosa. Falsa. Ethan estaba ahí, apoyado contra una pared de concreto, cubierto por una sombra que lo hacía invisible al ojo inexperto. Llevaba ropa oscura, un gorro bajo hasta las cejas, y un pequeño auricular insertado en la oreja izquierda. Parecía solo. Pero no lo estaba.
En su bolsillo, el celular vibró una vez. Luego dos. La confirmación había llegado.
—Están en movimiento —dijo una voz femenina en su oído. Era Lara, su aliada desde la clandestinidad, experta en vigilancia digital—. Seis hombres. Todos armados. Van directo a la dirección que filtraste.
Ethan no respondió. Solo giró el rostro levemente, observando desde la penumbra el edificio frente a él: un almacén abandonado que, hasta hace poco, servía como uno de los tantos refugios temporales que usaba para despistar. Esta vez, no era una salida. Era una trampa.
Eliseo había cometido un error. Había subestimado su paciencia. Su conocimiento de todo el entorno. De