La luz de los focos televisivos cortaba la penumbra del estudio como cuchillas de acero. Desde el atril central, Orestes Manchester se sentía imbatible, invencible, como si hubiera vuelto del abismo sólo para reclamar lo que por derecho era suyo. Vestía un traje ceniza de corte italiano, una corbata de seda perfectamente anudada y su cabello, peinado hacia atrás, parecía tan esculpido como su máscara de falsa dignidad. Su voz, grave y pausada, rompía el aire como una plegaria siniestra.
—He sido sometido a un linchamiento mediático —proclamó, y el murmullo entre los presentes se disipó al instante—. Me acusan de delitos que jamás cometería. Me han difamado, condenado sin juicio. Pero yo… soy la verdadera víctima.
Las cámaras se desplazaban sobre rieles, captando su perfil. Cada pausa, cada inclinación de cabeza, era un acto meticulosamente ensayado. El público no lo veía como un criminal, sino como un hombre injustamente derribado. El telón de fondo mostraba los logotipos de la Fundac