Como en un ritual perverso ya ensayado otras veces, Orestes le otorgó a Eirin una fugaz y engañosa sensación de libertad. Apenas unos segundos. Fueron suficientes para que ella creyera, por un instante, que él se había marchado del todo. Que el aire denso de la casa podía ser disipado con una bocanada de brisa, con una apertura simbólica del mundo exterior.
Se acercó al ventanal con pasos silenciosos pero tensos. Sus manos temblaban ligeramente mientras deslizaba los seguros metálicos. El cristal frío al tacto le devolvía el reflejo pálido de un rostro agotado por la constante huida. Abrió apenas una rendija, buscando que el aire purgara los rastros de él: su olor, su energía opresiva, la amenaza implícita en su mera existencia.
Pero la ilusión se quebró tan rápido como había llegado.
Sin una advertencia. Sin un sonido previo.
No hubo anuncio alguno del timbre, tampoco hubo golpes. Solo el seco chasquido de una llave entrando en la cerradura principal. Se sorprendió. Ella jamás supo q