—Conejita. —susurré, me acerqué rápidamente y la atraje contra mi pecho.

Se relajó completamente entre mis brazos, como si siempre hubiera pertenecido ahí.

Le besé la frente inclinándome un poco porque sin tacones siempre se veía más chiquita.

—No es tu culpa —murmuré—. Estas cosas pasan.

—Lo abandoné —susurró—. Sabía lo loco que se pone cuando se siente solo, y aun así me fui.

—Tenías que irte. Así es la vida, uno se encuentra con gente y después siguen caminos diferentes.

Se apartó con los ojos rojos pero decididos.

—Me voy a encargar de que reciba ayuda.

Le aparté el pelo de la cara y me quedé acariciando su sien.

—Claro que sí. Va a recibir toda la ayuda que necesite. Yo me encargo.

Asintió y me miró fijamente, como buscando alguna certeza, algo que la tranquilizara.

—¿Llamamos a tus padres? —preguntó.

—Se rompió un brazo, ¿verdad?

—Sí, y se golpeó la cabeza.

—¿Puede hablar?

—Sí.

—¿Se puede mover?

—Sí.

—Entonces va a estar bien. Solo espérame al final del pasillo, ¿sí? Tengo que ha