Entré por un acceso discreto entre dos edificios abandonados y apagué el motor.
Una vez adentro, saludé con un gesto a la recepcionista, parte de seguridad y parte de fachada, antes de dirigirme al ascensor privado del fondo. Pasé mi tarjeta negra por el escáner. El ascensor zumbó y me llevó hacia abajo.
Cuando se abrieron las puertas, el aire cambió. Más denso, más cálido. El sótano bullía de gente a pesar de ser día de semana, todos recargados contra las paredes de madera oscura con bebidas en la mano que costaban más que la renta mensual de la mayoría.
Algunos usaban máscaras, otros ni se molestaban. De los cuartos privados salían risas profundas y oscuras, cortadas por el golpe sordo de piel contra piel. La música era un murmullo constante, más vibración que sonido, pensada para agitar la sangre sin distraer del verdadero espectáculo.
Caminé sin inmutarme. A la derecha, un hombre estaba de rodillas en un cuarto de cristal con las manos esposadas mientras una mujer en tacones de cue