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Capítulo 4. Dispositivos de tortura.
Así que él era el infame Nicolás.

Había escuchado historias sobre él, Fernando siempre hablaba de su hermano como si se tratara de un lobo salvaje que aparecía de vez en cuando en tu fogata, te robaba la comida y desaparecía en el bosque: salvaje, impredecible, tal vez hasta un poco loco.

Viéndolo bien, tenía los mismos rasgos afilados que Fernando y esa boca molestamente perfecta, pero donde Fernando irradiaba sol y encanto, Nicolás parecía salido de una película de gánsteres.

—¿Cómo sé que no eres un secuestrador? —pregunté, alzando la barbilla—. Vas a tener que demostrarme que eres quien dices ser.

—¿Quieres ver mi identificación?

—Eso funcionaría.

—No tengo ninguna.

—¿Ves? Tienes pinta de secuestrador. —dije.

—¿Por qué no llamas a Fernando para confirmarlo?

Me crucé de brazos. —No contesta. ¿Por qué crees que he estado parada aquí durante una hora como un perro abandonado? —eché un vistazo al auto—. Y que llegues en un carro que parece el del jefe de la mafia no te ayuda mucho.

—¿Vas a subir o no? Tengo lugares donde estar, jovencita.

—¿Jovencita? ¿En serio acabas de menospreciarme?

Nicolás suspiró con un sonido de sufrimiento que sugería que estaba poniendo a prueba su poca paciencia. —Súbete, Solana.

Lo miré fijamente sin expresión, luego suspiré porque claramente no tenía ni un ápice de instinto de supervivencia. Ya había aceptado ayudar a Fernando a arruinar la boda de su ex, así que subirme al auto de su hermano potencialmente asesino ni siquiera era la peor decisión del mes.

—Abre el baúl. —dije.

Nicolás abrió el baúl desde adentro y lancé mi bolsa mientras murmuraba sobre que así era como las mujeres terminaban siendo protagonistas de documentales de crímenes.

Cuando me deslicé al asiento del pasajero, Nicolás no se movió.

—¿Por qué no estás manejando? —pregunto, mirándolo de reojo.

—Tu cinturón de seguridad.

Ah, el posible secuestrador se preocupaba por la seguridad, eso era… inesperado.

Lo abroché con un clic, él aceleró el motor para salir de la zona de recogida del aeropuerto y entrar a la autopista con una aceleración suave que me empujó hacia atrás en el asiento.

En cuanto llegamos a la carretera abierta aceleró más, por lo que el Shelby Mustang rugió debajo de nosotros como una bestia desatada.

—¡Oye, más despacio! —mis manos se aferraron instintivamente al borde del asiento.

—¿Quieres bajarte? —preguntó.

—No, pero vas demasiado rápido y ni siquiera puedo ver la ciudad.

—¿Asheville? No hay nada que ver.

—Es fácil para ti decirlo, seguro que siempre has vivido aquí y has viajado por todo el mundo, pero yo apenas salgo de Nueva York, así que cuando lo hago, me gusta... absorberlo todo.

Sonó poético cuando lo dije en voz alta, casi vergonzoso, pero era verdad. Guardaba momentos, imágenes y sensaciones, para las noches solitarias cuando mi departamento se sentía demasiado vacío y mis pensamientos demasiado ruidosos.

—¿Crees que vivo en Asheville? —preguntó.

Me volteé hacia él. —¿No es así?

—No, vivo en Nueva York.

Un momento.

—Has estado en Nueva York todo este tiempo. —dije.

—Suenas sorprendida.

—Es solo que Fernando nunca mencionó eso. ¿Cómo pueden vivir en la misma ciudad y nunca cruzarse?

—Fernando y yo tenemos una... relación complicada.

La forma en que lo dijo me hizo abandonar el tema.

Nos quedamos en silencio tenso por un rato, hasta que de repente, Nicolás se desvió del camino principal sin aviso. El auto tomó una curva cerrada que me tuvo agarrándome de la manija de la puerta.

Se estacionó frente a un edificio tenuemente iluminado con letras de neón rojas que decían:

DELICIAS SENSUALES.

—Ehhh... ¿esta es la casa de tus papás? —pregunté, sabiendo perfectamente que no lo era.

Nicolás sonrió burlón. —¿Delicias Sensuales? ¿En serio? ¿Te parece que es una casa?

El lugar era exactamente lo que esperarías de una tienda para adultos: ventanas oscuras y un callejón sospechoso.

—¿Una tienda erótica? —pregunté.

—Exacto.

Me quedé en blanco. —¿Por qué estamos en una tienda erótica?

—Necesito comprar un regalo de bodas.

—¿Para quién?

—Para mi amigo y su prometida.

Vacilé, tragando duro mientras las piezas encajaban en mi mente. —Espera... ¿tu amigo es Héctor? ¿El novio?

—Sí.

—¿El prometido de Dalila?

Nicolás sonrió maliciosamente. —Sí.

Por Dios santo. ¿El hermano de Fernando era amigo del prometido de Dalila, y nunca me había dicho nada? Era como si no conociera para nada a mi mejor amigo.

Esto iba a explotar en cualquier momento.

—¿Te gustaría esperar aquí o entrar? —preguntó Nicolás.

Eché un vistazo al edificio, luego de vuelta a su cara.

Al diablo con eso.

Me desabroché el cinturón y salí del auto, ajustándome torpemente los lentes y alisando arrugas imaginarias de mi blusa.

—Vamos a comprar algunos dispositivos de tortura en nombre de Dalila. —dije, completamente en serio.

Nicolás se rio. —Muy bien, señorita. Pero debo advertirte que a algunas chicas sí les gusta que las torturen.

Ya veríamos. Conseguiría algo con la potencia necesaria para hacer desaparecer a esa víbora manipuladora de la faz de esta Tierra, así Fernando quedaría libre de sus garras.
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