Capítulo 1. La chica lista.
Punto de Vista de Solana
Llevaba diez años enamorada de mi mejor amigo, Fernando Herrera, desde que nos conocimos en la universidad.
No le había confesado mis sentimientos porque sabía que no me veía de esa manera, y probablemente nunca lo haría.
En ese momento, estábamos en su sala y yo lo tenía abrazado contra mi pecho, escuchando sus sollozos. Esa maldita novia que tenía le había roto el corazón de nuevo, por tercera vez en el año.
—No puedo creer que me haya hecho esto, Solana. —murmuró Fernando.
Le acariciaba el cabello tratando de ignorar lo bien que se sentía bajo mis dedos.
—¿Qué fue exactamente lo que te hizo? Todavía no me has contado nada.
—No sé cómo decirlo.
—Bueno, empieza por algún lado.
Mi paciencia se estaba agotando después de estar horas allí, sacrificando mi sábado para verlo desmoronarse. No entendía por qué se molestaba en llorar cuando estaría de vuelta en su cama la próxima semana. Siempre hacían lo mismo.
Debería ser más comprensiva, pero diez años viendo cómo perseguía a la misma mujer tóxica habían erosionado toda mi compasión.
—Dalila no va a volver, Solana. Esta vez me dejó para siempre.
—Sabes que eso es mentira.
—Es verdad, está comprometida. Me envió una invitación digital de boda y he estado pensando en meter mi celular en una trituradora.
Eso sí me sorprendió. ¿Comprometida? ¿Dalila se iba a casar?
Fernando se apartó de mí y finalmente pude ver su rostro. La barba le había crecido más allá de lo sexy, además, su camiseta blanca estaba arrugada y manchada con restos de la cena anterior. Nunca lo había visto tan destrozado.
Buscó su celular con dedos temblorosos y me lo extendió. Ahí estaba una nauseabunda invitación dorada con letras cursivas que anunciaba la unión de Dalila Crespo y un tal Héctor, en ocho semanas.
El corazón me dio un vuelco y tuve que morderme el interior de la mejilla para no sonreír. Era la mejor noticia que había escuchado en años: la bruja finalmente estaba fuera de nuestras vidas, para siempre.
—Pobrecito —dije fingiendo compasión—. ¿Sabías que estaba saliendo con alguien más?
—Es Dalila, ¿cuándo ha sido fiel?
—Tienes razón.
Le devolví el celular y él se desplomó en el sofá, mirando al techo como si pudiera ofrecerle alguna explicación cósmica.
—Simplemente no puedo creer que me haya dejado, Solana.
—A mí también me cuesta creerlo.
Observé su mandíbula fuerte, sus labios, las pestañas pegajosas por las lágrimas. Durante años, había memorizado cada centímetro de su rostro y catalogado cada una de sus expresiones, pero esa era nueva: la derrota absoluta.
Debería entristecerme verlo tan roto, pero lo único en lo que podía pensar era: "Esta es mi oportunidad".
Habían sido novios desde la secundaria, mucho antes de que yo llegara a su vida. A veces me preguntaba si esa era la clave de su dominio sobre él: lo había conocido cuando era solo un chico con el corazón frágil.
Durante años, había visto a Dalila manipularlo, siempre sabiendo que volvería por otra ronda. La idea de que finalmente lo hubiera soltado era emocionante y aterrorizante a la vez. ¿Qué nos pasaría ahora?
—¿Quién soy yo sin ella, Solana?
—Eres Fernando Herrera y vas a estar bien. —extendí la mano para apretarle la rodilla.
—No puedo estar bien sin Lila.
—Estadísticamente, hay más de ocho mil millones de personas en este mundo, solo escoge a alguien nuevo.
—¿Estadísticamente? Eres una cerebrito.
Sus palabras me dolieron. Lo había dicho millones de veces antes, burlándose de mi trabajo como analista de ciberseguridad, mi amor por los datos curiosos y mi colección de novelas de ciencia ficción, pero ese día sonó diferente.
Una cerebrito, eso era todo lo que representaba para él, no una mujer, nunca una mujer.
Me levanté abruptamente, alisándome los jeans y ajustándome los lentes. Le demostraría qué tan salvaje podía ser.
—¿Sabes qué? Vamos a una discoteca y nos emborrachamos.
Fernando me miró como si le hubiera sugerido robar un banco. —¿Quieres ir a una discoteca?
—Sí.
—¿Has ido a una discoteca antes?
Se incorporó, parte de la niebla desapareció de sus ojos mientras me observaba de arriba abajo: ahí estaba, la simple Solana con sus jeans y camiseta descolorida de fin de semana con el logo de un grupo de música, el cabello corto y con flequillo de siempre.
—No exactamente, pero habrá tragos y baile. Seguro será divertido. —soné más segura de lo que me sentía. La verdad era que las discotecas eran mi infierno personal: música ensordecedora, extraños sudorosos y bebidas carísimas. Pero haría lo que fuera por Fernando, si eso hiciera sonreír otra vez.
Una sonrisa lenta se extendió por su rostro. —Perfecto. Tienes razón, necesito una distracción —se levantó, súbitamente energizado—. Voy a cambiarme, luego pasamos por tu casa para que te pongas algo mejor que lo que traes puesto.
Miré mi ropa sintiéndome cohibida. —¿Qué tiene de malo lo que tengo puesto?
—Nada, si fuéramos a la biblioteca —desapareció en su habitación gritando—. ¡Confía en mí, Solana. Demostrémosle a Dalila lo que se está perdiendo!
Me hundí en el sofá arrepintiéndome de mi idea impulsiva. ¿En qué me había metido?
***
La discoteca resultó ser todo lo que temía y peor.
El vestido que Fernando había insistido en que me pusiera, rescatado del fondo de mi clóset, reliquia de la boda de una prima tres años atrás, me quedaba demasiado ajustado y corto, así que me hacía dolorosamente consciente de mi cuerpo, de una manera que normalmente evitaba.
Llevaba allí cuarenta minutos viendo a Fernando transformarse en alguien irreconocible mientras se tomaba shots en la barra.
Veinte minutos atrás, había encontrado una chica llamada Ámbar, una rubia alta y delgada con un vestido que parecía pintado sobre su cuerpo.
Yo permanecía incómoda en la pista de baile, bebiendo una vodka aguada a sorbos mientras los observaba restregarse de una manera que debería ser ilegal en público. Ella tenía la espalda contra su pecho, los brazos alzados sobre la cabeza con los dedos enredados en su cabello. Las manos de él guiaban sus caderas mientras hundía el rostro en su cuello.
Me sentía enferma, estúpida y dolorosamente sola.
—¡Solana! —gritó Fernando—. No puedes quedarte ahí parada. ¡Baila!
—No sé cómo. —le grité.
Ámbar me frunció el ceño. —¿Entonces a qué viniste?
—Para cuidar a mi mejor amigo.
—¿Como niñera?
—Sí —respondí—, en caso de que trates de colocarle una droga en la bebida o algo así.
Fernando se sintió avergonzado. —Solo ignórala —le dijo a Ámbar, apretándola más contra sí—. Es muy controladora.
Ámbar resopló. —Más bien parece tu mamá.
—Hermana mayor sería más apropiado. —la corrigió Fernando.
Ámbar me miró de arriba abajo, de una manera que me erizó la piel. —Aunque es muy guapa, con ese flequillo y esos lentes de cerebrito, se ve como una chica lista y sensual.
Fernando hizo una mueca. —Eso no me suena muy bien.
—Vamos, ¿no lo ves?
—¿Ver qué?
—¿No te atrae esa onda de chica inteligente?
Afortunadamente, Fernando evitó mis ojos. —Mejor bailemos, no hablemos de eso.
—¿En serio? ¿Ni siquiera tienes curiosidad de ver a Solana desnuda?