Punto de Vista de Fernando
Dalila no había dejado de fulminarme con la mirada desde que llegó.
Estaba sentada a mi izquierda en la única silla de visitas del cuarto, con los brazos cruzados tan apretados contra el pecho que parecía estar tratando de doblarse por la mitad. Tenía las piernas giradas hacia el otro lado, pero sus ojos no se habían movido ni una sola vez desde que el doctor le dio autorización para visitarme.
—¿Podrías parar con las miradas, por favor? —refunfuñé, acomodándome en la cama del hospital.
Tenía el brazo inmovilizado en un cabestrillo resistente, vendado y elevado con lo que parecían cinco kilos de gasa y velcro.
—Ya bastante dolor tengo sin que me andes respirando en la nuca.
Dalila me fulminó con más intensidad antes de decir:
—Podría ir a la cárcel por lo que hice.
—No vas a ir. Yo te pedí que lo hicieras, fue mi decisión.
Por primera vez apartó la mirada, pasándose los dedos por el pelo mientras se frotaba la sien, y su voz salió más baja y tensa:
—Eso no ca