4. El pequeño Zamir

Sarada abrió los ojos lentamente, sintiendo un mareo momentáneo que la obligó a parpadear varias veces antes de enfocarse en su entorno. Todo a su alrededor era blanco e impersonal: las paredes, las sábanas, la luz tenue que se filtraba por las cortinas. Su respiración se aceleró cuando, instintivamente, llevó las manos a su vientre y sintió el vacío.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

Intentó incorporarse, pero el repentino movimiento le provocó un fuerte dolor en el abdomen. Antes de que pudiera reaccionar, una enfermera se acercó con una sonrisa serena, colocando una mano suave sobre su hombro.

—Señorita, tranquila.

Sarada la miró con ojos desorbitados, su voz tembló al formular la pregunta que más temía:

—¿Dónde está mi bebé?

Su desesperación era evidente, y la enfermera no tardó en calmarla.

—Su bebé está bien. Nació un pequeño niño, por ahora debe estar en la sala de neonato.

Sarada parpadeó, aturdida.

—¿Pero cómo? ¡Aún faltaba tiempo! Pero esta bien.

La enfermera suspiró con paciencia.

—Sí, señorita. Su hijo nació prematuro. Tuvo contracciones y estuvo a punto de perderlo debido a un aborto espontáneo. Por esa razón, su esposo… el hombre que la trajo —se corrigió— pidió que se realizara una cirugía de emergencia.

Sarada frunció el ceño, confundida.

—¿Mi esposo?

No tuvo tiempo de procesar la información, pues en ese momento la puerta de la habitación se abrió y un hombre entró con paso seguro.

Era alto, de cabello rubio y ojos verdes, vestido con un traje impecable que reflejaba elegancia y autoridad. Sarada lo reconoció de inmediato: el desconocido que la había ayudado.

—Buenos días —saludó él con voz firme pero amable.

Ella tragó saliva, sintiéndose repentinamente avergonzada por su vulnerabilidad.

—B-buenos días… y… muchas gracias.

— Enfermera, la paciente desea ver al bebé, debe llevarla — Ordenó el desconocido con autoridad. Eso soprendio a Sarada 

La enfermera asintió y se dispuso a salir de la habitación.

—Voy a hacer los trámites para que pueda ver a su bebé. Le traeré una silla de ruedas en un momento.

Cuando la puerta se cerró, el silencio entre ambos se hizo presente. Sarada miró al hombre con incertidumbre.

—De verdad, gracias por…

Él la interrumpió con un gesto.

—No te preocupes. Me hice pasar por tu esposo y el padre de tu hijo.

Sarada sintió un ligero sobresalto.

—¿Por qué harías algo así?

El hombre exhaló, cruzándose de brazos.

—No podía permitir que te dejaran sin atención. Estabas muy mal, y la cirugía era necesaria.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo sabías eso…?

—Porque soy médico de este hospital.

Sarada sintió que el mundo se tambaleaba un poco más.

—¿Usted es médico?

El hombre asintió con una leve inclinación de cabeza.

—Así es. Mi nombre es Gustavo Balderamos.

Ella repitió el nombre en su mente, tratando de asimilar todo. Gustavo Balderamos … el hombre que la había salvado.

Él se acercó unos pasos, examinándola con la mirada profesional de un médico pero con un matiz de genuina preocupación.

—Tuviste un desmayo fuerte y estabas al borde de la muerte. Tu presión arterial se disparó, y tu bebé corría peligro. No había tiempo que perder.

Sarada se estremeció al recordar los últimos momentos antes de perder el conocimiento: el dolor, el miedo, la sensación de que todo se desmoronaba.

—No sé cómo agradecerle, doctor Balderamos.

Él sonrió levemente, restándole importancia.

—No necesitas hacerlo. Solo me alegra que estés bien.

En ese momento, la enfermera regresó con una silla de ruedas.

—Vamos a ver a su bebé, señorita.

Con la ayuda de la enfermera, Sarada se sentó en la silla. Su corazón latía acelerado por la emoción y el nerviosismo. A su lado, Gustavo la observaba en silencio.

La imagen de la chica, tan frágil y delgada, le hizo recordar el pánico que sintió cuando la vio desplomarse al llegar al hospital. Había sangre en su ropa, y su piel estaba tan pálida que por un momento temió lo peor. Cuando la revisaron, notó que tenía signos de un golpe reciente en el vientre, lo que probablemente desencadenó la crisis. Por un momento se acordó de Julieta.

Pero más allá de lo médico, había algo que le inquietaba: ¿dónde estaba él padre del niño?

No hubo llamadas, ni nadie vino a preguntar por ella en los dos días que estuvo hospitalizada. Revisó su cartera en busca de alguna identificación o un contacto de emergencia, pero no encontró nada relevante.

La chica estaba sola.

Esa realidad le provocó una extraña sensación en el pecho. No la conocía, pero algo dentro de él le decía que no debía dejarla a su suerte.

Mientras empujaba suavemente la silla de ruedas, Gustavo decidió que, al menos por ahora, se aseguraría de que tanto ella como y el pequeño estuvieran bien. Quizás así se sentiría bien en proteger a una desconocida ya que nunca lo hizo con su esposa.

                          ***

Sarada no podía contener las lágrimas al ver a su pequeño bebé dentro de la incubadora, con varios cables conectados a su frágil pecho mientras luchaba por respirar. Había nacido prematuramente, con apenas siete meses de gestación, y necesitaba cuidados intensivos porque sus pulmones aún no estaban completamente desarrollados. 

— Mi pobre pequeño. —murmuró con lágrimas en los ojos.

Aquella imagen la destrozaba por dentro. Todo había sido culpa de aquel miserable... Su embarazo había transcurrido sin complicaciones, a pesar de que trabajaba y estudiaba sin descanso. Además, ayudaba en la tienda de los padres de su amiga, con la esperanza de ahorrar lo suficiente para brindarle una vida digna a su hijo. Sin embargo, aquel chico cruel la estaba provocando, hasta el punto de provocar un parto prematuro.  

Mientras observaba a su bebé, se hacía la misma pregunta una y otra vez: 

—¿Por qué existen personas tan malvadas en este mundo?— murmuro nuevamente. 

Estaba sola. No tenía a nadie a su lado, y ahora su hijo debía enfrentar una lucha por sobrevivir antes siquiera de conocer el mundo. Con los ojos llenos de tristeza y sin poder siquiera tocar a su pequeño, regresó a su habitación en el hospital. Se recostó en la fría cama y dejó que las lágrimas fluyeran. Entre sollozos, le pidió al cielo que protegiera a su bebé, que le permitiera crecer fuerte y sano.  

***

Seis meses después  

El tiempo pasó, y Sarada pasó la mayor parte de sus días en el hospital, cuidando y acompañando a su bebé. Zamir, su pequeño guerrero, había ganado peso y se veía mucho más fuerte. Su piel había adquirido un color saludable y cada día se parecía más a su padre biológico, un hombre árabe del que Sarada ya no quería recordar nada. Pero eso no le importaba; el niño era solo suyo. No necesitaba a nadie más. Ella es su madre y su padre.  

Zamir era un luchador. Tomaba su mamila con tranquilidad y toleraba bien las fórmulas infantiles enriquecidas con vitaminas. Sarada no podía creer que Gustavo Balderamos estuviera cerca de ella. No solo la había ayudado en el hospital hace meses, sino que incluso le había conseguido un empleo en su empresa. Aunque al principio se sintió avergonzada, terminó aceptando el trabajo como su secretaria.  

Muchas personas murmuraban a sus espaldas, insinuando que era su amante. Pero ella ignoraba los comentarios malintencionados. No tenía por qué justificar su vida ante nadie. Solo era una mujer agradecida con el hombre que la ayudó cuando más lo necesitaba. Ahora, su único objetivo era darle la mejor vida posible a Zamir.  

Con el sueldo que ganaba, alquiló un pequeño apartamento y comenzó a decorarlo con amor. La habitación de su bebé, aunque sencilla, estaba llena de detalles especiales: una cuna con suaves mantas, peluches y ropita acomodada con esmero.  

—Bueno debo irme.  ¿Usted cree que le den pronto el alta? — Le pregunto a la enfermera de neonato.

—Sí, en unas dos semanas posiblemente señora

—Muchas gracias. — Agradeció Sarada.

Después de la visita,  salía del hospital cuando su móvil sonó, revisó su teléfono y notó varias llamadas perdida de un número desconocido. Frunció el ceño y susurró para sí misma:  

—No sé quién es… y no me interesa responder llamadas de desconocidos.  

Guardó su móvil y se dirigió a la empresa. Treinta minutos después, ya estaba en la oficina de su jefe. Como de costumbre, comenzó a ordenar los papeles sobre su escritorio y a preparar su café.  

—Buenos días, señorita Sarada —saludó Gustavo al verla—. Hoy amaneciste temprano.  

Ella le sonrió mientras servía el café en su taza favorita.  

—Sí, señor Balderamos. Fui a ver a mi pequeño. Gracias a Dios, en unos quince días le darán el alta.  

Gustavo la miró con genuina alegría.  

—De verdad me alegra escuchar eso. El pequeño Zamir ha demostrado ser un luchador.  

—Sí, no se imagina cuánto… —susurró Sarada con emoción—. Le agradezco mucho su bondad conmigo.  

—No tienes que agradecer nada —respondió él con suavidad—. Te aprecio y quiero lo mejor para ti.  

Sarada le sonrió con gratitud.  

***

Los días pasaron rápidamente, y por fin llegó el esperado momento. Sarada estaba en el hospital, ansiosa por recibir a su hijo. A su lado, como siempre, estaba Gustavo, el hombre que se había convertido en su ángel guardián.  

La enfermera Maritza se acercó con una sonrisa cálida.  

—Señorita Sarada, su bebé ha sido dado de alta. Ha ganado suficiente peso, pero debe seguir con sus controles médicos para monitorear su desarrollo.  

Sarada sintió un nudo en la garganta por la emoción.  

—Muchas gracias, enfermera  Maritza . No sé cómo agradecerle todo lo que han hecho por mi hijo.  

—No tiene que agradecerme, estamos aquí para ayudar. Y también al señor Balderamos, que ha cubierto todos los gastos médicos.  

Sarada se giró hacia Gustavo, sorprendida.  

—¿Usted pagó todo?  

Él asintió con una sonrisa.  

—Sí, pero no tienes que preocuparte por eso.  

Sarada negó con la cabeza y lo miró con determinación.  

—Se lo pagaré, señor Balderamos.

Gustavo soltó una ligera risa y la corrigió con amabilidad:  

—Ya deja de llamarme “señor”. Dime Gustavo 

—Está bien… Gracias, Gustavo —susurró ella.  

Con el corazón lleno de emoción, Sarada tomó a Zamir en sus brazos y le dio suaves besos en la mejilla. El bebé balbuceaba y movía sus manitas con ternura.  

—Mi pequeño guerrero… mamá está contigo. Te protegeré siempre.  

Gustavo la acompañó hasta su apartamento y la dejó allí para que pudiera disfrutar de su primer día en casa con su hijo.  Cuando él se fue, ella abrazó a Zamir y le preparó su biberón, con una sonrisa llena de amor.  

—No necesitamos nada más, mi amor. Solo tú y yo… siempre juntos.  

Ahora, su vida tenía un propósito: luchar por su hijo y darle el mejor futuro posible.

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