Mundo ficciónIniciar sesiónSarada se encontraba en su estudio, revisando algunos bocetos que debía presentar en la agencia con la que trabajaba, la empresa de Gustavo. Mientras afinaba los detalles de sus diseños, observó a su hijo, quien estaba sentado en una pequeña mesa, con el ceño fruncido y la mirada fija en su cuaderno de tareas.
—¿Qué haces, pequeño? —preguntó con ternura, acercándose y sentándose a su lado.
Zamir dejó escapar un suspiro y la miró con expresión de frustración.
—Mami, esta tarea es demasiado complicada… Ya no entiendo a la maestra.
—¿Por qué no la entiendes? —inquirió Sarada con suavidad.
—No sé… No entiendo nada del abecedario.
Sarada sonrió y tomó el cuaderno entre sus manos.
—¿Quieres que te ayude?
El niño asintió con entusiasmo, y ella comenzó a explicarle con paciencia, mostrándole algunos pasos básicos para que comprendiera mejor. Zamir tenía apenas cuatro años y era un niño tranquilo, aunque su salud había sido delicada desde su nacimiento prematuro. Últimamente, su hematocrito estaba demasiado bajo, por lo que pronto debía someterse a una serie de exámenes médicos. Sarada hacía todo lo posible por garantizar el bienestar de su hijo, sin importar las dificultades que enfrentaran.
Mientras le enseñaba, su mirada se perdió momentáneamente en el rostro del pequeño. Zamir era la viva imagen de aquel hombre a quien ella había amado con pasión y a quien le entregó todo su corazón. Pero él la había humillado, la había abandonado y solo la había visto como un juego. Sarada sacudió la cabeza, alejando esos recuerdos dolorosos, y centró su atención en su hijo. Sonrió con dulzura y le besó la mejilla antes de continuar con la tarea.
De pronto, Zamir dejó el lápiz sobre la mesa y la miró con curiosidad.
—Mami, ¿cuándo vendrá Gustavo a vernos?
Sarada parpadeó, sorprendida por la pregunta.
—Posiblemente esta noche —respondió tras unos segundos—. ¿Quieres verlo?
—Sí, lo extraño. ¿Se va a quedar aquí con nosotros o se irá otra vez a otro país?
Sarada suspiró. Gustavo viajaba constantemente, pues era dueño de una importante empresa de moda y textilería. Se encargaba de diseñar y fabricar ropa, además de gestionar modelos para expandir su marca. Su trabajo lo llevaba a recorrer el mundo, estableciendo conexiones con agencias exclusivas y colaborando con diseñadores de renombre.
—No lo sé, pequeño… Ya veremos —mencionó con una sonrisa.
Zamir pareció pensativo durante unos instantes. Luego, tocó su mejilla con un dedito y sonrió ampliamente.
—Me agrada mucho Gustavo, mami. Es como un papá… Un buen papá.
Sarada lo miró en silencio, sin saber qué responder.
—Él es tu padrino, cariño —murmuró, acariciándole el cabello.
—¿Y algún día te casarás con él?
La pregunta la tomó desprevenida. En los dos años que llevaba de relación con Gustavo, nunca habían hablado seriamente de matrimonio. Él no había hecho ninguna propuesta formal, y de hacerlo, su familia seguramente se opondría con firmeza.
—Bueno… Quién sabe, pequeño. Esas cosas no se preguntan así —dijo con una risita, intentando desviar el tema.
Zamir infló las mejillas y cruzó los brazos.
—Ah… entonces dejaré de ver tantos animes de amor.
Sarada rió suavemente. Su hijo era un niño muy inteligente y curioso. Aunque aún no sabía leer bien, tenía una fascinación por los programas de televisión y los dramas familiares. A veces, ella le prohibía ver ciertas cosas, pues consideraba que no eran apropiadas para su edad. Pero Zamir siempre encontraba la manera de enterarse de todo.
Sarada lo abrazó con ternura, consciente de que, aunque la vida no había sido fácil para ellos, haría todo lo posible para brindarle a su hijo el mejor futuro posible.
***
Sarada preparaba la cena en su pequeño pero acogedor apartamento cuando el sonido del timbre la sacó de sus pensamientos. Se limpió las manos con un paño y caminó hacia la puerta con curiosidad. Al abrir, se encontró con Gustavo, quien le sonreía ampliamente, irradiando felicidad.
—¡Hola, ya he regresado! —exclamó con evidente entusiasmo.
Antes de que Sarada pudiera responder, el pequeño Zamir, que estaba entretenido viendo televisión, reconoció la voz de su padrino y dejó el control remoto a un lado. Salió disparado hacia la puerta con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Padrino! —gritó emocionado mientras se lanzaba a los brazos de Gustavo.
Gustavo sonrió y, tras darle un beso en los labios a Sarada, levantó a Zamir con facilidad, abrazándolo con cariño.
—¿Cómo estás, pequeño? He regresado y te traje muchos obsequios —le dijo con entusiasmo.
Los ojos de Zamir brillaron con emoción.
—¡Muchas gracias, padrino! ¿Qué me trajiste? ¿Y qué le trajiste a mi mamita?
—Muchas cosas, ya verás —respondió Gustavo, riendo ante la curiosidad del niño.
En ese momento, la puerta se cerró cuando Juan, el chofer de Gustavo, entró con unas pequeñas maletas y un enorme peluche con forma de perrito. Sin esperar más, se lo entregó al pequeño, quien gritó emocionado.
—Gracias padrino.
—No es nada pequeño ¡Muchas gracias, Juan! Puedes esperarme abajo —indicó Gustavo a su chofer.
—Claro, señor —respondió Juan antes de retirarse.
Zamir no cabía de felicidad con su nuevo peluche, abrazándolo con fuerza mientras lo observaba con admiración. Sarada, por su parte, miró la escena con una sonrisa serena.
Gustavo se acercó a ella y la atrajo suavemente hacia su cuerpo, depositando un beso en sus labios. Sarada aceptó el gesto, aunque en su interior sintió una punzada de incomodidad.
—Lamento no haberte llamado ayer ni hoy. Estuve demasiado ocupado y casi pierdo el vuelo —explicó él con un suspiro.
—Tranquilo, lo entiendo —respondió Sarada con calma—. ¿Y bien, cómo te ha ido?
—Bien. ¿Te ayudo en algo?
—Siéntate, estaba preparando la cena.
—Muchas gracias.
Mientras Gustavo se acomodaba en la mesa, Sarada tomó a Zamir de la mano y lo llevó al lavabo para lavarle las manos antes de servirle la comida. El pequeño se sentó feliz en su silla, disfrutando de su cena mientras conversaba con su padrino como si fuera un adulto.
—Las clases son un poco aburridas, pero no tengo otra opción más que estudiar… Si no, mi mamita no me dejará jugar tranquilo —comentó Zamir con un aire de resignación.
Gustavo soltó una carcajada y Sarada sonrió con ternura al escuchar a su hijo hablar con tanta madurez. Para ella, Zamir era su mayor alegría, su motor para seguir adelante día a día.
Cuando terminaron de cenar, el pequeño miró a su madre con seriedad y le tomó la mano.
—Mami, hay que darle gracias a Dios porque tenemos comida en nuestra casa y porque mi padrino Gustavo vino a vernos.
Gustavo sonrió con orgullo y asintió.
—Muy bien dicho, campeón.
Los tres dieron gracias en silencio, y después Sarada volvió a llevar a Zamir al lavabo para limpiarle las manos. El niño, aún emocionado con su nuevo peluche, corrió a la sala para seguir viendo televisión.
Gustavo tomó la mano de Sarada y la miró con intensidad.
—Te extrañé demasiado.
Ella intentó sonreír, pero sus palabras salieron sin verdadera emoción.
—Gracias, Gustavo. Yo también…
Sin embargo, en su interior, sabía que no era cierto. Lo apreciaba, le tenía un profundo cariño y gratitud, pero su corazón no latía con amor por él. Y eso la hacía sentirse culpable.
Gustavo la besó de nuevo, esta vez con más intensidad, y deslizó sus manos por su cintura, intentando llevarla hacia la habitación. Pero Sarada se apartó con delicadeza.
—No… El pequeño sigue despierto y no quiero faltarle al respeto.
—Pero te he extrañado todo este tiempo…
—Lo sé —dijo ella, bajando la mirada—, pero podemos esperar.
Gustavo suspiró y asintió con resignación.
—Está bien.
Se quedó en silencio por un momento y luego miró el reloj.
—Debo irme.
—¿Tan pronto?
—Sí, tengo mucho trabajo y mañana debo estar temprano en la empresa.
—Bueno… esta bien.
— ¿Y cómo vas con los bocetos?
—Voy avanzando. Estoy preparando nuevos diseños para que los muestres.
—Claro que sí. Entonces nos vemos pronto.
Antes de irse, Gustavo le dio un beso en la frente y la miró con cariño.
—Te quiero.
Sarada tragó saliva, incapaz de responder de la misma manera.
—Descansa bien —fue lo único que pudo decir.
Cuando la puerta se cerró, soltó un largo suspiro y miró las cosas que Gustavo le había traído. Las tomó y las llevó a su habitación. Al verlas, sintió un peso en el pecho.
Él era un buen hombre, alguien que había estado con ella en los momentos más difíciles, alguien que había sido un padrino ejemplar para su hijo y un apoyo incondicional. Pero, a pesar de los dos años que llevaban juntos, su corazón seguía resistiéndose.
Lo quería, sí, pero no lo amaba.
Y lo peor era que sabía que Gustavo merecía mucho más que un cariño tibio y una relación llena de dudas. Se sentía atrapada, culpable y, sobre todo, con miedo. Miedo de entregarse de nuevo, de volver a amar profundamente y ser lastimada una vez más. Quiza no por el, si no por la familia de él, ya que no la querían para esposa de su hijo.







