El amanecer trajo consigo una calma extraña sobre Ashbourne. Tras la furia de las tormentas, los campos amanecían húmedos, brillando con el rocío como si la naturaleza guardara un secreto. Era una paz engañosa, como la que sigue a la batalla. Cada gota de rocío brillando en la hierba le recordaba a las lágrimas que no había derramado, de alegría y de terror. Eleanor bajó a desayunar con su madre, soportando las preguntas insistentes de Lady Whitcombe sobre Lord Ashford. Mientras su madre hablaba, Eleanor sentía el verso que había escrito arder en su memoria como un carbón vivo, un contrabando de verdad escondido bajo su piel. Pero en su interior, Eleanor ardía con un fuego nuevo: sabía que, en algún lugar cercano, Gabriel había de encontrar sus señales.
La ocasión llegó al anochecer. Fingiendo un paseo por los jardines, se acercó a los establos con el pretexto de revisar a su yegua favorita. Su corazón latía con fuerza cuando sus dedos tocaron la madera donde había escondido el pliego