La noche cayó sobre Ashbourne con un silencio pesado, apenas roto por el ulular de un búho y el crujido lejano de las ramas. Eleanor, incapaz de dormir, caminaba descalza por su habitación, envuelta en una bata ligera. Sobre su mesa reposaban la pluma negra y la cinta de seda, como un recordatorio constante de que el Halcón estaba allí, rondando las sombras.
Un leve golpe en el cristal la hizo girar de inmediato. Contuvo el aliento: junto al alféizar, una sombra se perfilaba con nitidez. Gabriel.
El corazón le golpeó en el pecho con tal fuerza que pensó que los guardias podrían oírlo. Pero, sin pensarlo demasiado, abrió la ventana. La brisa nocturna entró en la alcoba, helada y fresca. Él trepó con destreza felina, y en un instante llenó la habitación con su presencia, estando de pie frente a ella, más imponente que nunca, con el cabello oscuro enmarcando su rostro y los ojos brillando como brasas en la penumbra.
—Sois demasiado imprudente —susurró Eleanor, aunque su voz temblaba más