La niebla de Londres parecía más espesa esa noche, como si la ciudad entera se hubiera envuelto en un sudario de silencio. Eleanor, todavía con la pluma oscura y el verso francés ocultos en su cofre, había tomado una decisión irrevocable: responder a la llamada del Halcón.
Un carruaje discreto la dejó cerca de los muelles, bajo el pretexto de visitar a una amiga enferma. Su capa azul oscuro la protegía del frío y del escrutinio, y bajo el brazo llevaba un libro de himnos. Pero entre sus páginas no había plegarias: había un mensaje que Gabriel le había pedido entregar.
El Támesis se extendía frente a ella, un flujo negro y traicionero, con los cascos de los barcos alzándose como gigantes dormidos y las farolas luchando en vano contra la bruma. E