Eleanor llevaba días sintiendo la presión de los ojos sobre su espalda, una sensación constante que le erizaba la nuca incluso en la aparente seguridad de sus aposentos. El espionaje era una prisión invisible cuyos barrotes eran los rumores, las miradas laterales y el súbito silencio de los criados cuando ella entraba en una habitación. Cada sombra parecía contener una amenaza, cada crujido del suelo, un paso ajeno. Y sin embargo, en el corazón de esa cárcel, el anhelo de comunicarse con Gabriel se había vuelto más urgente que nunca. Era su tabla de salvación, la prueba de que una parte de ella seguía siendo libre.
Una tarde, mientras paseaba por la larga galería de Ashbourne, cuyas paredes estaban forradas de retratos de ancestros de mirada severa, Clara se acercó llevando una cesta de bordado. La donc