La biblioteca de los Beaumont era un santuario de silencio en medio de la algarabía del baile. Los muros, cubiertos de estanterías altas, olían a cuero y polvo, y apenas unas lámparas bajas proyectaban un resplandor dorado sobre las encuadernaciones. Eleanor entró con paso tembloroso y cerró la puerta tras de sí. El murmullo distante de la música parecía llegar desde un mundo que ya no le pertenecía.
Y entonces lo vio.
Gabriel estaba allí, de pie junto al ventanal, con la máscara ya retirada. La luz tenue resaltaba los rasgos que tanto la habían obsesionado: la firmeza de su mandíbula, la intensidad de su mirada oscura, la media sonrisa que parecía retar al destino.
—Habéis venido —dijo é