La bruma del amanecer se deslizaba sobre los campos de Normandía como un velo húmedo. Desde la ventana del piso alto de la posada, Eleanor observaba el paisaje aún dormido, envuelta en una manta de lino. Los pájaros despertaban entre los manzanos en flor, y el rumor del mar llegaba desde la distancia, leve y constante, como si el mundo respirara por fin en calma.
A lo lejos, el humo blanco del hogar de algún campesino ascendía entre la niebla. Por un instante, se permitió creer que todo había terminado, que aquel refugio —con su tejado oscuro y su fuego amable— podía sostener la paz más allá de una noche.
Detrás de ella, el sonido familiar del roce de una camisa, un movimiento pausado, y la voz de Gabriel.
—¿Otra noche sin dormir, mon amour? —preguntó, aún con la voz rasgada por el sueño.
Ella giró. La luz pálida se posó sobre el rostro de él, sobre esa mezcla de fuerza y cansancio que la conmovía cada vez que lo miraba.
—He dormido —mintió con una sonrisa—. Pero me gusta mirar cóm