El ocaso tiñó de cobre los campos de Normandía.
El carruaje de Gabriel y Eleanor avanzaba despacio por un camino bordeado de álamos desnudos, hasta detenerse frente a una posada pequeña, con tejas oscuras y humo saliendo de la chimenea.
El cartel, gastado por la lluvia, apenas dejaba leer el nombre: Auberge du Silence.
Dentro, el calor del fuego y el aroma de pan recién hecho los envolvieron como una promesa. No había soldados, ni espías, ni mensajes cifrados. Solo el crepitar de la leña, el murmullo de las tazas de vino, y el murmullo bajo de una vida sencilla.
Clara, que había viajado por delante para asegurar el refugio, los recibió con un gesto de alivio y orgullo.
—Todo está listo, madame. La habitación del piso alto tiene vista al río. Nadie os molestará.
Eleanor la abrazó con gratitud. No había palabras suficientes para agradecerle la lealtad silenciosa con la que las había seguido a través de fronteras y peligros.
Cuando subieron las escaleras, Gabriel se volvió hacia ella.