El invierno había dejado una pátina gris sobre los tejados de Bruselas. En las calles, los comerciantes ingleses hablaban con cautela, los soldados bebían demasiado y las damas francesas sonreían sin fe. Nadie lo decía abiertamente, pero todos lo presentían: la paz era un cristal fino que podía romperse al menor golpe.
Eleanor lo sentía en el aire, en la forma en que la ciudad entera parecía contener la respiración.
Llevaban ya tres meses allí, en una pequeña casa con jardín cerca del Sablon, bajo nombres falsos. Gabriel se había incorporado discretamente a un grupo de enlace entre los aliados; ella mantenía un círculo reducido de amistades —esposas de diplomáticos, refugiadas francesas, artistas—, moviéndose con la prudencia de quien sabe que la tranquilidad no dura para siempre.
Una mañana, Clara irrumpió en la habitación con un pliego de papel en la mano.
—Señora… es… es de la Gazette de Bruxelles. Acaba de llegar. —Extendió el periódico como si el papel mismo estuviera caliente.