En ese preciso momento de profunda e íntima conexión, el radar de la cabina emitió una serie de pitidos agudos y rápidos rompiendo todo el ambiente de dolorosa confesión.
Darío, limpiándose el rostro con la manga de la chaqueta, se puso de pie de un salto y su instinto profesional se activó al instante.
— ¡Maldita sea! — Casi escupió, lleno de rabia, ni siquiera tenía el derecho de llorar su estúpida mala suerte, sino que hasta en ese momento en el que había decidido hacer lo más difícil para un hombre y abrir su corazón a las dos mujeres que más amaba en el mundo, era asediado por el maldito de Greco.
Luciana fue la primera en mirar el panel, había un eco grande, a seis millas náuticas, y se movía a una velocidad alarmante, mucho más rápido que cualquier nave de algún temporadita o aficionado a la navegación.
— ¿Qué es eso? — preguntó Elena, con el pánico de vuelta a sus ojos.
— Una lancha rápida — respondió Darío, analizando la velocidad — No es la Guardia Costera. Es demasiado rápi