El motor del suburban graznaba una queja ronca, el impacto en el viñedo de la Toscana había doblado el parachoques delantero, y cada giro hacía que el chasis crujiera como dos cuchillos de acero viejo frotándose hasta el límite.
Dario no se atrevía a superar los cien kilómetros por hora, no por la policía local, a la que muy seguramente podía manejar, sino por los hombres de Greco, que ahora sabían exactamente de lo que era capaz.
La adrenalina que había propulsado a Dario a través de la violencia, la huida y el descubrimiento de aquella red de terr*oris*mo organizado se había drenado, dejándole un frío vacío en el estómago, y un sabor a cobre y remordimiento.
El viaje en la Toscana había terminado en sangre, y él era el responsable.
Luciana iba sentada a su lado, con el rostro pálido, la herida en el hombro, solo era un rozamiento de bala, peo la había hecho perder sangre y el dolor quemante se mantenía, unido al miedo de pensar en el riesgo, había estado muy cerca de la muerte esta