La entrada a la ciudad no era una puerta. Era un umbral sin forma, una grieta en la niebla donde la realidad parecía quebrarse como cristal bajo presión. Al atravesarla, el mundo cambió.
El silencio era absoluto. No había viento, ni el crujir del hielo, ni el lejano canto de cuervos. Solo las ruinas, y esa energía invisible que vibraba en el aire como una nota sostenida, como un susurro a punto de estallar.
Lykos dio el primer paso, sus botas dejando huella en la escarcha negra. Amara fue tras él, su capa ondeando como si se moviera bajo agua. Eryon miraba todo con los ojos muy abiertos, su grimorio temblando entre sus manos, como si las palabras inscritas en él despertaran al contacto con ese lugar.
—Esto no es una ciudad —dijo Thalos en voz baja—. Es una memoria petrificada.
Tenía razón. Cada piedra, cada estatua rota, cada columna carcomida por siglos, parecía estar congelada en el instante exacto de un desastre. Como si algo inmenso hubie