Maximiliano Romano no necesitaba levantar la voz para ser escuchado.
No necesitaba explicar su poder. Lo encarnaba.Era la clase de hombre que al entrar a una sala detenía el aire. No por escándalo, sino por algo más profundo: una energía que rozaba la intimidación y el deseo.
Vestido siempre de negro impecable —trajes a medida de Armani, corbatas italianas de nudo perfecto, relojes suizos que nunca ostentaba, pero siempre brillaban bajo las luces frías de los tribunales—, Romano era la encarnación del control.Su cuerpo era alto, robusto, marcado por años de disciplina silenciosa. Hombros amplios, espalda recta. Cada paso suyo parecía calculado con precisión quirúrgica, como si el piso se adaptara a su paso.
Pero lo que realmente congelaba la sangre era su mirada: ojos grises como acero fundido, impenetrables, fríos, brillantes. Una mirada que podía di