La mesa estaba en la esquina más discreta de un restaurante exclusivo en el Upper East Side. Luces tenues, manteles de lino, cubertería impecable y un silencio cómplice flotando en el ambiente. No era una reunión casual. Nada lo era cuando el sistema judicial de Nueva York se tambaleaba por dentro.
Liam MacMillan, de porte sobrio pero con una mirada afilada, compartía copa de vino con su socio y mejor amigo, Mateo Duncan. Ambos sabían que la cita de esa noche podía marcar un antes y un después en el caso Jones… y en sus vidas.
Entonces llegó él.
Maximiliano Romano. El fiscal estrella. El hombre cuya sola presencia era un jaque mate anticipado.
Entró como quien posee el lugar. Sin apuro, sin dudas. Traje negro de corte perfecto, la camisa inmaculada, el rostro serio y los ojos de acero. A su alrededor, el aire pareció espesarse. Las miradas se cruzaron con una tensi&