Los días habían pasado con una calma engañosa, como una superficie de agua apenas rizada por la brisa, pero cargada de corrientes profundas debajo. Cuatro amaneceres habían venido y se habían ido desde aquella noche en que Catalina, con una copa vacía en la mano y el orgullo herido, aceptó a regañadientes la propuesta de Francisco de esperar una semana.
Y ahora, faltaban solo tres días.
Durante dos de esos días, Francisco se había presentado en la mansión sin previo aviso, a media tarde, siempre con un pequeño presente para Emma: una caja de crayones nuevos, un peluche con bufanda de invierno, una historieta con superhéroes. Ana Lucía, al principio, lo había recibido con cordialidad. Pero su mirada fue adquiriendo matices cada vez más atentos, cada vez más incómodos, como si sintiera que algo en aquellas visitas era más profundo que la aparente ternura.
Maximiliano estaba al tanto de las visitas, aunque no siempre lograba estar en casa cuando ocurrían. Y eso empezaba a incomodarle. Mu