Nicolás estaba de pie en la oscuridad de su pequeña habitación alquilada, el parpadeo de la lámpara del escritorio proyectaba sombras danzantes sobre las paredes. El eco de las palabras de Gabriel aún resonaba en su mente: *“Estás atrapado entre fuerzas que ni siquiera comprendes aún”*. Se sentía atrapado en un laberinto sin salida, donde cada paso que daba parecía acercarlo más a su propia destrucción.
Había pasado horas buscando en su mente alguna pista que lo guiara. Sabía que había alguien más, alguien mucho más poderoso, alguien que lo había estado manipulando desde las sombras. Pero, ¿quién? Y, sobre todo, ¿por qué? La muerte de Aitana lo había arrastrado a un juego del cual ni siquiera conocía las reglas.
Justo en ese momento, su teléfono vibró en la mesa. Nicolás lo tomó con nerviosismo, esperando alguna nueva revelación o, peor aún, otra amenaza.
—¿Nicolás? —la voz en el teléfono era débil, casi inaudible. No la reconocía de inmediato—. Soy Helena.
Su corazón dio un vuelco. N