Mientras tanto, el coche avanzaba sin detenerse. Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse, pintando la avenida de destellos rojos y amarillos. El rugido del motor sonaba como un monstruo desbocado.
Greeicy intentó maniobrar, girando con cuidado para evitar chocar. Cada curva era un suplicio.
—¡Greeicy, escúchame! —la voz de Dylan sonaba fuerte por el altavoz del teléfono—. Trata de poner el freno de mano, despacio, no de golpe.
Ella obedeció. Jaló el freno de mano poco a poco. El auto rechinó, pero no se detuvo.
—¡No funciona! —gritó, histérica—. ¡No funciona!
El sonido del llanto de Greeicy hizo que Dylan sintiera que el corazón se le desgarraba.
—¡Escúchame! —repitió, con voz firme, intentando controlarse—. Tienes que mantener la calma. No puedes perder el control porque Valen te necesita.
—Lo intento, Dylan… pero tengo miedo —confesó ella, con la respiración quebrada—. ¡Tengo mucho miedo!
En ese instante, como si el destino decidiera poner la última pieza de su trampa, un eno