El amanecer se filtraba tímido por los ventanales de la mansión Suárez.
Greta bajó la escalera con el ceño fruncido, la bata de seda mal ajustada y el cabello aún desordenado. Sus tacones resonaban en el eco del salón, pero lo que más le llamaba la atención era el detalle innegable: la puerta de la habitación de su madre seguía cerrada, pero vacía. Había entrado de madrugada y el cuarto estaba impecable, sin rastro de su madre.
Greta se dirigió al despacho, donde Aníbal, con la camisa aún sin abotonar y la corbata colgando del cuello, revisaba unos papeles con el gesto endurecido. La lámpara de escritorio iluminaba sus manos, grandes, tensas, como si aferrarse al papel fuera su única defensa.
—Papá —dijo Greta con voz quebrada—. Mamá no está en la mansión. Nadie sabe dónde fue.
Aníbal levantó la mirada lentamente. Sus ojos cansados, enrojecidos por la falta de sueño, se clavaron en los de su hija. Un silencio denso se instaló en la sala antes de que respondiera.
—No me sorprende. Sabí