Al llegar al edificio donde vivía su amante, Amalia notó que la puerta del apartamento estaba entreabierta, una luz se filtraba por la rendija. Subió por la escalera con una mezcla de calma fingida y vértigo. En el pasillo, el olor a perfume barato y a alcohol flotaba como una sombra que anunciaba la verdad: él no era un santo, pero siempre había sido un recurso.
Abrió la puerta y entró sin llamar. El apartamento estaba en penumbras; el hombre, apoyado en la barra de la cocina con una copa a medio beber, la miró con una sonrisa torcida.
—Mira quién por fin se decide a visitarme —dijo con voz burlona—. ¿Te persiguió la prensa o te corrió el marido?
Amalia dejó el bolso con sus joyas y dinero que robo de la caja fuerte. El ruido seco del cuero contra la madera resonó más que sus palabras.
—Guárdate las ironías —contestó ella, con la voz comprimida—. No estoy aquí a juego. Necesito tu ayuda.
El hombre se incorporó despacio, tanteando la línea entre el interés y el desprecio. Su mirada re