La señora Elena Montenegro, matriarca indiscutible, apareció en la entrada como una reina que no necesitaba corona. El sonido de sus tacones sobre el mármol resonó como un compás de autoridad. Traje sastre en tonos marfil, el corte impecable que resaltaba su porte erguido; un collar de perlas que descansaba sobre su cuello como si hubieran sido hechas exclusivamente para ella; y esa mirada escrutadora que hacía temblar a medio mundo corporativo, capaz de desnudar intenciones con un solo parpadeo.
—¡Ya! —exclamó con una voz cálida, que no lograba ocultar el filo de su curiosidad—. Pensé que pasarían… más tiempo juntos.
Greeicy, bajó lentamente las gafas oscuras. El reflejo del sol se prendió en el verde intenso de sus ojos, como si tuviera fuego líquido en la mirada. La sonrisa que dibujó no fue sumisa, ni complaciente; fue una sonrisa calculada, con la exactitud de una jugada de ajedrez.
—Lo lamento, señora Elena. Pero recuerde algo… —Caminó hacia ell