88. El nombre que no dijimos
El sol se filtraba con pereza entre las ramas altas, dibujando manchas doradas sobre el suelo húmedo. Las aves trinaban en la distancia, como si el bosque cantara solo para quienes supieran escuchar. Raven se abrochó la capa sin demasiada prisa, observando cómo Kiara ajustaba la cesta de mimbre entre sus manos con gesto práctico. No había apuro en sus movimientos, solo esa calma suya que parecía contagiarse si uno la observaba lo suficiente.
-- ¿Listo? -- preguntó ella, sin girarse del todo.
-- Siempre lo estoy, aunque no lo parezca -- respondió él, y se acercó.
Emprendieron la caminata bordeando los caminos secundarios de Cárselin, allí donde las casas quedaban atrás y la maleza comenzaba a tomar el terreno con dulzura. El aire olía a tierra viva y savia fresca, una mezcla que a Raven le resultaba extrañamente reconfortante. Cada paso lejos de la aldea lo alejaba también de la parte de sí mismo que aún temía, que aún dudaba si merecía paz.
Caminaron durante minutos sin decir palabra.