50. : Los Vigías de la Sangre
El paisaje era ajeno a Lía, pero no del todo desconocido. Colinas pálidas cubiertas de escarcha, árboles delgados que susurraban con cada ráfaga de viento, y un cielo gris, quebrado por el paso lento del sol de invierno. Había llegado a un pequeño pueblo enclavado entre montañas, donde el tiempo parecía suspendido. Sus botas crujieron contra el sendero de piedras, mientras una niebla tenue comenzaba a ascender desde el bosque cercano.
Había dejado Umbra Noctis buscando respuestas, o tal vez huir de las preguntas que se le habían acumulado en el pecho como piedras. En su bolso aún llevaba la carta que dejó, sin atreverse a releerla. Se sentía vacía, pero decidida.
Caminó hasta una posada antigua, cubierta de musgo y con un cartel colgante que apenas se sostenía. El interior olía a madera, a sopa de cebolla y a algo más antiguo, como pergaminos olvidados. Pidió una habitación sin mirar a los ojos a nadie. No quería hablar. No todavía.
Esa noche no durmió. El sueño la evadía como lo hací