GRAYSON
La espesura del bosque se cierra sobre nosotros como una prisión viva. Las sombras de los árboles se alargan bajo la luna y el viento trae consigo el rastro del perfume extraño de aquella mujer. Una intrusa. Un peligro. Y, sin embargo, cuando llego al claro y veo a Lyam de pie, con esa joven entre sus brazos, siento que todo el peso del mundo cae sobre mí.
La escena me golpea en el pecho: su mirada clavada en ella, sus manos sujetándola como si fuera lo más frágil y sagrado que hubiese conocido en su vida. Y la muchacha, con la capa a medio caer, mostrando un rostro que, debo admitir, es tan hermoso como el pecado. El cabello rojo, enmarañado en rizos que parecen llamas bajo la tenue luz de la luna, los ojos azules desafiantes, llenos de un fuego que no sé si nace del miedo o de la furia. Piel de porcelana, pálida y perfecta. Esa mujer no es común, y en mis entrañas lo sé. Pero lo que me atormenta no es ella, sino la manera en que Lyam la mira, como si acabara de encontrar el