Capítulo 2 —La mal*dita línea roja
Narrador:
Sasha caminaba por los pasillos de la mansión con la misma gracia felina de siempre, pero por dentro era un incendio. Se había cruzado con Eros. Lo había provocado. Y había visto esa grieta. Pequeña, casi invisible. Pero estaba allí. En su mirada, en su cuerpo tenso, en el modo en que se relamió antes de apartar la vista como si el solo hecho de mirarla pudiera quemarlo.
Se detuvo frente a una de las grandes ventanas que daban al jardín, el reflejo de su sonrisa brillando contra el vidrio. No era una sonrisa inocente, no, claro que no. Era la de alguien que sabía exactamente en qué terreno estaba jugando.
Apoyó la frente contra el frío del cristal, cerrando los ojos un momento. Debería ser razonable. Debería respetar esas líneas invisibles que todos a su alrededor insistían en dibujar; familia, respeto, honor, tradición.
Pero la razón nunca había sido su fuerte.
—Eros Escalante... tu eres la excepción a todas las reglas. —Sonrió para sí misma, una sonrisa lenta, peligrosa.
Él había retrocedido. Pero no por falta de deseo. No, lo había visto. Lo había sentido en la tensión brutal de su cuerpo, en la forma en que había cerrado los puños como si el simple hecho de no tocarla le costara la vida. Eso era todo lo que necesitaba saber.
Se enderezó, jugando con el borde de la pulsera que adornaba su muñeca, mientras su mente volaba, afilada como una daga.
La próxima vez no sería solo un roce, no sería solo una sonrisa insolente. La próxima vez iba a ir más lejos. Lo justo para verlo perder el control. Lo justo para que, aunque siguiera negándolo, aunque siguiera mintiéndose a sí mismo, suplicara por ella sin pronunciar una sola palabra.
Quizá colarse en su habitación cuando todos durmieran y esperar en su cama, como una sombra dulce y venenosa.
—Después de todo, ¿qué podría hacer él?¿Echarme? ¿Denunciarme? ¿Golpear la puerta y pedir ayuda como un crío asustado?
Se rió en voz baja, incapaz de contenerse. No, no iba a hacer nada de eso.
Porque en el fondo, Eros Escalante ya era suyo. Solo necesitaba recordarle quién mandaba en ese maldito juego.Y ella siempre, siempre, jugaba para ganar.
La habitación estaba a oscuras cuando Eros entró. Cerró la puerta con el hombro, dejó caer la chaqueta sobre la butaca sin mirar y se frotó el rostro con ambas manos. El día había sido eterno, el despacho un campo de batalla, y su cabeza ya no le respondía. Solo quería una ducha rápida, una cama fría y silencio.
Pero el silencio estaba roto. Y la cama… ocupada.
Una sombra se movió entre las sábanas. Una figura que no tenía que estar ahí. Una figura que no podía estar ahí.
Encendió la lámpara de su mesa de noche con un movimiento brusco.
Y ahí estaba. Sasha. Recostada, semidesnuda, el cabello desparramado sobre la almohada como una maldita obra de arte. Sus labios húmedos, la respiración tranquila. Una sábana fina cubriéndole el cuerpo, apenas. Tan apenas que era casi una provocación. O un insulto.
Eros se quedó congelado, como si alguien le hubiera disparado al pecho.
—¿Qué carajo haces aquí? —murmuró, sin moverse.
Ella sonrió. Una sonrisa lenta, letal, de esas que solo usan las mujeres que saben que tienen el poder.
—Esperarte —dijo, como si fuera lo más normal del mundo.
—Sasha —advirtió, con la voz baja, rasposa, cargada de una furia que no sabía si era contra ella o contra sí mismo.
—¿Qué? ¿No te gusta que invadan tu cama? —su voz era un susurro insolente —A mí me parece cómoda.
—No estás vestida —gruñó, dando un paso hacia atrás, como si alejarse pudiera salvarlo.
—Claro que sí —se encogió de hombros, dejando que la sábana cayera un poco más —Tengo la sábana puesta.
Él cerró los ojos un segundo, solo uno. Porque si la miraba más, la iba a romper. Y no debía. No podía. Porque era Sasha. Porque era la protegida. Porque era el límite. Porque era la ma*dita línea roja pintada por Roman con sangre.
—Sal de mi habitación —ordenó, con los dientes apretados.
—No —respondió, con una dulzura venenosa.
Eros dio un paso más. Su sombra cayó sobre ella, cubriéndola. La miró. De arriba abajo. Despacio, descarado, hambriento. Y se relamió, lento, como si saboreara lo que no podía tocar. Como si imaginarla fuera una tortura que no podía evitar.
—¿Crees que esto es un juego? —murmuró, con una voz que ya no era suya —¿Sabes lo que pasaría si alguien te ve aquí? ¿Sabes lo que me haría el Diablo si se entera que estas metida en mi cama?
Sasha lo miró directo a los ojos.
—¿Sabes lo que pasaría si no me voy?
—Sí —contestó él, seco —Te haré llorar. Y no de placer.
Ella se rió en voz baja pero salvaje. Como si supiera que le estaba ganando sin mover un dedo.
—Mentira —susurró —Me harías rogarte por más. Y eso te asusta más que a mí.
Eros se inclinó sobre ella de golpe, apoyando una mano en el colchón, cerca de su cabeza. La otra se clavó en el borde de la sábana, pero no la tocó, no se la arrancó, no la desnudó.
Solo se quedó allí, tan cerca que podía oler su piel.
—No te das cuenta, Sasha —murmuró, con una voz que parecía un gemido contenido —Pero estás bailando al borde de un precipicio. Y yo… soy la caída.
Ella alzó la barbilla desafiante, ardiente y jodidamente perfecta.
—Entonces empújame.
Eros se quedó quieto. Cada músculo en su cuerpo gritaba por moverse, por rendirse, por quemarse. Pero no lo hizo. Se enderezó de golpe. Dio la vuelta. Caminó hasta la puerta y la abrió de par en par.
—Sal de mi habitación. Ahora.
Sasha lo miró un segundo más. Luego, sin decir nada, deslizó la sábana por su cuerpo como una reina despojándose de su corona, se puso en pie, vistiendo solo un diminuto conjunto de encaje rojo, y caminó sin prisa.
Se detuvo frente a él. Tan cerca que su aliento le rozó el mentón.
—No vas a poder evitarlo siempre, Eros.
Y salió. La puerta se cerró detrás de ella. Eros apoyó la frente contra la madera, los ojos cerrados, el cuerpo temblando. No había hecho nada. Pero había perdido igual. Y cuando creyó que la pesadilla había terminado, su teléfono vibró en la mesita de noche.
Lo miró. Una notificación. Un mensaje. Solo tres palabras.
“Tenemos que hablar.”
Era Roman
El mensaje lo había dejado frío. No por las palabras, sino por el remitente. Roman no escribía “tenemos que hablar” a cualquier hora. Roman no escribía punto. Roman mandaba a llamar. Y cuando lo hacía por mensaje, era porque algo olía a pólvora.