Esa misma tarde, Miguel regresó a casa con el corazón cargado de preocupaciones. A pesar de que el ambiente estaba completamente silencioso, en su pecho reinaba un estruendo que no lograba callar por nada del mundo. Se quedó de pie junto a la ventana, con la chaqueta aún puesta, observando la ciudad iluminada a medias y el jardín con las flores que Sofía había sembrado. Entre sus dedos estaba un cigarrillo que ardía con lentitud, pero él no parecía interesado en fumarlo, simplemente lo sostenía con tanta fuerza que el calor empezó a quemarle la piel.
Cuando Clara entró al salón luego de haber hecho dormir a su hijo, y lo vio así, se inquietó de inmediato.
—¿Qué pasa? —preguntó con voz cautelosa, acercándose un poco.
Miguel tardó en responder. Finalmente, apretó el cigarrillo contra el cenicero, sin atreverse a mirar a Clara a los ojos.
—Creo que encontré el paradero de Sofía —confesó con un tono bajo, como si las palabras fueran piedras pesadas en la boca—. No solo de ella… también de