Al día siguiente, Gracia despertó y notó que Maximilien no estaba a su lado. Miró el reloj, eran más de las ocho. Él solía salir temprano, así que esa mañana desayunaría sola. Pero fiel a su palabra, se levantó, tomó una ducha rápida y bajó a la cocina. Desayunó algo ligero y, con la ayuda de Antonia, preparó un almuerzo sencillo para Maximilien. Lo empacó en una elegante taza de vidrio, agregó una porción extra y un par de bebidas, y guardó todo en una pequeña maleta.
—Listo, ya está el almuerzo del señor —dijo Gracia con una sonrisa. Antonia se encogió de hombros; su jefe nunca había llevado comida al trabajo, pero no comentó nada.
Gracia llegó a la compañía y saludó con amabilidad al vigilante. Después de lo ocurrido el día anterior, él le abrió la puerta personalmente y le permitió el paso sin reparos. Algunos empleados ya la trataban con más cortesía, aunque cuando la señorita Rojas la vio, no respondió su saludo. Gracia fue completamente indiferente y se dirigió directamente al