Las lágrimas de Maximilien brotaron mientras la observaba, directo a los ojos. Gracia, aunque tenía grabadas en su memoria esas imágenes como si hubieran sido talladas con un cincel, reconocía ese brillo en los ojos de su esposo. Algo muy dentro de su corazón le gritaba que él decía la verdad.
—Maximilien… —sollozó—. Yo te vi… vi cómo estabas dentro de otra mujer. Vi cómo compartías lo más sagrado que existe entre los dos. Eso me dolió demasiado.
Él sacudió la cabeza, impotente. Sabía que era normal que ella se sintiera así: ¿cómo reaccionaría él si los papeles se invirtieran? No podría imaginarlo. Levantó su rostro con ternura y, entre lágrimas, sonrió con dolor.
—Mírame, Gracia. Mírame, mi amor, por favor. Jamás sería capaz de fallarte con otra mujer. Están pasando cosas muy graves… Fernando escapó de la cárcel y nadie lo encuentra.
El rostro de Gracia palideció.
—¿Qué?
—Tengo un arsenal de mis hombres buscándolo. El día del bautizo, encontré en mi despacho una foto de Caleb y Pando