Maximilien salió de la comisaría todavía con el teléfono pegado a la oreja. Subió al auto, encendió el motor y con las manos temblorosas marcó a Caleb. El tono sonó varias veces, pero no contestó. En su lugar, un mensaje entró a su pantalla:
Caleb: «No puedo contestarte, Maximilien. Estoy con ella en este momento».
El nudo en la garganta se le endureció como una piedra. Tecleó con desesperación:
«¿Dónde están? Y por cierto, ¿dónde estabas, cabrón? ¡Estaba preocupado por ti!»
Las manos le sudaban cuando llegó la respuesta:
Caleb: «Estamos en casa de Pandora. Ven pronto, Gracia está como loca».
El rugido del motor llenó la calle. Pisó el acelerador con furia y en menos de veinte minutos estaba frente a la casa de Pandora. Tocó el timbre con desesperación.
Dentro, los tres levantaron la mirada al mismo tiempo. Caleb se adelantó, fingiendo sorpresa.
—¿Quién puede ser? —preguntó Pandora, confundida.
Gracia se limpió las lágrimas con rabia, sin siquiera moverse del sofá.
Cuando la puerta se