Gracia colgó la llamada y se recostó en la cama, esperando los papeles que su amiga estaba por enviarle. Esa noche no le escribió a su esposo. Y, como era de esperarse, Fernando no regresó a casa. Solo le envió un mensaje:
«Mariana está en el hospital.»
A primera hora de la mañana, con la carpeta del divorcio en mano y determinación, Gracia se dirigió a la clínica donde Mariana estaba internada.
Antes de entrar, se detuvo frente a la puerta entreabierta y los observó en silencio.
Fernando pelaba una manzana con esmero, cortándola en pequeños trozos que luego acercaba a la boca de Mariana con ternura. Era una escena íntima.
Un nudo le apretó la garganta. Hacía mucho que Fernando no tenía gestos así con ella. Desde que su familia supo que Gracia no podía tener hijos, la distancia se volvió rutina. La trataban como a una extraña, como si no fuera suficiente. Su suegra no perdía oportunidad para recordarle, con palabras cargadas de juicio, que una buena mujer debía ser madre, cocinar y encargarse del hogar. Las manipulaciones eran constantes, y la obligaron a que se comportara como si fuera la empleada.
Gracia respiró hondo y dio dos golpes en la puerta, interrumpiendo la escena. Fernando, al verla, se sonrojó y dejó el cuchillo sobre la mesa.
—Gracia.
—Fernando, el médico te está buscando —dijo ella con tono neutro, ignorando por completo la expresión nerviosa en su rostro.Él salió de inmediato, sin decir una palabra, dejándolas solas. En cuanto la puerta se cerró, Mariana dejó caer su máscara. Su mirada se volvió altiva, y con una sonrisa cargada de desprecio recorrió a Gracia de pies a cabeza.
—¡Qué desencajada estás, Gracia! Quizá por eso Fernando ya no es atento contigo.
Gracia la miró en silencio, con un gesto de desprecio en el rostro. Mariana, en cambio, sonrió con superioridad.
—Eres una mujer mayor, simple, sin belleza... Por eso tu esposo es tan cariñoso conmigo. Y aunque él aún no quiera divorciarse, te juro que haré hasta lo imposible por alejarlo de ti —soltó entre dientes, venenosa.
Gracia permaneció impasible. Se acercó sin apuro y la miró directo a los ojos.
—¿De verdad no sientes ni una pizca de culpa por haber destruido un matrimonio?
Mariana sostuvo la mirada, desafiante, y se encogió de hombros como si la pregunta no mereciera importancia.
—Para el amor no existe el bien o el mal, Gracia. El único error que cometí fue haber conocido a Fernando tarde, cuando ya estaba casado contigo —respondió Mariana con firmeza.
Gracia soltó una sonrisa sarcástica y le tendió la carpeta.
—Escúchame bien, secretaria. En esta carpeta está todo el acuerdo de divorcio con mi esposo. Ya que estás tan interesada en quedarte con él, haz que firme el documento sin que sepa de qué se trata, y luego me lo devuelves.
Mariana, sorprendida por lo que acababa de oír, le arrancó la carpeta con rapidez, temiendo que Gracia se arrepintiera. Sonrió con malicia.
—¿Hablas en serio?
—Sí. Hazlo firmar y es todo tuyo. Si se lo pido yo, es evidente que no aceptará.
Con una sonrisa amarga, Gracia salió de la habitación en busca del médico que la había atendido el día del accidente. Necesitaba realizarse un control por el golpe en la cabeza. El médico le entregó un formulario, y al llegar al campo de “estado civil”, sin titubear, escribió: divorciada. Estaba convencida de que Mariana cumpliría con su parte.
Justo en ese momento, Fernando, que estaba haciendo unos trámites relacionados con Mariana, la vio a lo lejos. Se acercó y, de reojo, alcanzó a leer la palabra divorciada en el formulario. Sacudió la cabeza con una sonrisa confiada.
“Debe ser un error”, pensó. Su mujer jamás se divorciaría de él. Estaba convencido de su amor.
Aun así, algo inquieto y con una punzada de culpa, se acercó, la rodeó con los brazos y la atrajo hacia su pecho. Intentó besarla, pero Gracia, con sutileza, se apartó.
—¿Todo bien, mi amor? —preguntó, confundido.
Ella asintió con la cabeza y le esbozó una leve sonrisa, apenas curvando la comisura de sus labios.
—Cariño, mi amor… Ya queda poco, vamos a tener a nuestro bebé. Todo esto lo estoy haciendo por su bienestar. Me imagino cuando estemos los tres, cuando nuestra familia esté completa —dijo Fernando con emoción, intentando abrazarla de nuevo.
Pero Gracia se soltó con suavidad.
—No te preocupes, Fernando. Tengo muy claro por qué estás haciendo todo esto —respondió con calma.
De regreso a casa, su teléfono vibró con una notificación. Era un número desconocido. Al abrir el mensaje, sus ojos se agrandaron y el corazón le palpitó con fuerza.
«La empresa familiar está en crisis. Divórciate de ese bueno para nada y vuelve a cumplir con el compromiso que abandonaste en el pasado.»
Gracia no necesitó más. Reconocía ese tono autoritario, frío y directo, era su padre. Sin duda alguna.