—¿Qué? —Maximilien esbozó una sonrisa irónica—. Ni creas que voy a aceptar un matrimonio abierto, Gracia. Eres mi mujer. No me interesan otras, y mucho menos voy a tolerar que quieras estar con otro hombre.
Se acercó hasta quedar frente a ella, mirándola directo a los ojos. La intensidad de su mirada la hizo estremecer.
Gracia guardó silencio, tragando con dificultad. No podía evitar pensar en Celeste, en ese supuesto amor de años que él siempre negó. ¿Por qué insistía en rechazar algo que para ella era tan evidente?
Él no se apartaba. Estaba demasiado cerca, y el calor de su aliento la envolvía, provocándole un cosquilleo incómodo y adictivo. Moría por besarlo, pero su orgullo se lo impedía. Antes, necesitaba una respuesta. Debía preguntar por Celeste, solo así podría tener un poco de paz.
—Maximilien… —murmuró, justo cuando iba a hacerlo.
La puerta se abrió de golpe.
Celeste entró como una ráfaga, imponente, con un vestido corto que le marcaba cada curva. Hermosa, como siempre. Pasó