CAPÍTULO 21

Luna temblaba.

Sus manos apretaban el volante con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. No sabía cuánto había conducido, ni por qué camino exacto había tomado. Solo había un pensamiento que resonaba con estruendo entre sus sienes: huir.

Cuando finalmente llegó a su edificio, el amanecer apenas comenzaba a teñir el cielo de un gris húmedo. El rugido del motor se apagó, pero su respiración seguía agitándose como si aún corriera.

Salió del auto —ese auto de lujo que no era suyo— y subió a su apartamento como un fantasma.

Apenas cerró la puerta, corrió al baño. Su cuerpo olía a él, sus labios todavía hormigueaban por el beso y sus costillas dolían.

Abrió la ducha con brusquedad y se metió bajo el agua sin quitarse del todo la ropa. El agua caliente cayó como una catarata sobre su espalda, pero nada podía borrar el sabor del miedo.

Y entonces su mano ardió de nuevo. Ella revisó su cuerpo, tenía la quemada en la muñeca, que debía atender, y parte de sus brazos con moret
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