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El mármol blanco reflejaba la luz dorada del atardecer, y el sonido lejano del mar apenas se colaba por los ventanales abiertos. La mayoría seguía en la playa, envueltos en risas y copas. Isabelle había regresado antes, con una excusa que nadie cuestionó.

Subió las escaleras con pasos suaves, deteniéndose frente a una de las habitaciones del ala este. Tocó.

La puerta se abrió. Celeste la miró sin sorpresa.

—¿Vienes a verlo?

Isabelle asintió, sin saber qué esperar.

Celeste la observó un segundo más, luego se hizo a un lado.

—Pasa. Solo porque aprecio a James. Y sé que tú le haces bien.

Isabelle entró. Celeste volvió a cerrar la puerta y se sentó en el sofá, cruzando las piernas con elegancia.

James estaba recostado en la cama, con una camiseta gris y una venda en el brazo. Tenía el rostro pálido, pero los ojos atentos.

Isabelle se acercó despacio, sentándose en el borde de la cama.

—Lo siento —dijo en voz baja.

James se incorporó un poco, apoyándose en los cojines
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