La mañana en York amaneció clara, con un cielo que parecía invitar a salir. En el comedor, mientras todos desayunaban, Adrien se inclinó hacia Isabelle con una sonrisa discreta.
—Leah quiere pasear por la ciudad —dijo en voz baja—. Me lo pidió hace rato, con esa mirada que no se puede rechazar.
Isabelle dudó. Miró a su hija, que ya se balanceaba en la silla con impaciencia.
—¿Estás segura que quieres ir? —preguntó.
Leah asintió con entusiasmo, casi brincando.
—¡Sí! ¡Por favor, mamá!
Isabelle sonrió, rendida.
—Está bien.
Luego se volvió hacia Alex, que comía con calma.
—¿Y tú? ¿No quieres ir también?
Alex negó con la cabeza, sin levantar la vista.
—No quiero perder tiempo en la ciudad. Me quedo contigo.
Isabelle le acarició el cabello con ternura.
—Perfecto. Me encantará tenerte cerca.
Más tarde, Leah estaba lista, con un vestido azul claro y una coleta alta. Adrien revisaba su reloj cuando Isabelle se acercó.
—Adrien… si alguien pregunta, no puedes decir