James llegó temprano de la oficina. El sonido de la ducha se mezclaba con el eco lejano de la música que Isabelle había dejado encendida en el salón. Cuando él salió del baño, el vapor aún flotaba en el aire. Llevaba una chaqueta de piel negra, una camiseta ajustada que insinuaba más de lo que mostraba, jeans oscuros y botines que resonaban con cada paso. Su cabello, aún húmedo, caía rebelde sobre su frente. No era el James del traje. Era el James que no pedía permiso.
Isabelle lo encontró en la terraza, de pie, mirando el jardín como si estuviera esperando algo.
—James… —susurró.
Él volteó. Sus ojos se encontraron. Ella corrió hacia él, se impulsó y rodeó su cintura con las piernas. Él la sostuvo sin esfuerzo, como si su cuerpo supiera exactamente cómo recibirla.
—¿A qué se debe tanta alegría? —preguntó él, con una sonrisa ladeada.
—Estoy feliz de que hayas vuelto del trabajo —dijo Isabelle, jugando con su cabello, enredando sus dedos en los mechones húmedos—. ¿Alguna vez t