York vibraba con esa belleza de ciudad vieja que no envejecía. Las calles mojadas por la llovizna convertían los adoquines en espejos rotos, y el sonido de los pasos de Isabelle se mezclaba con sus propios pensamientos. No tenía rumbo, solo una necesidad urgente de moverse. De alejarse de lo dicho, de lo no dicho, y de lo que aún ardía dentro de ella.
Al cruzar una esquina cercana a la galería Larenzo, lo vio.
Noah.
Apoyado en uno de los postes del pasillo exterior, traje impecable, manos en los bolsillos, una expresión mezcla de estrategia y nostalgia.
—Qué bueno que te veo —dijo, acercándose con un paso suave—. Esperaba encontrarme contigo. Pensé en compartir un momento… solo tú y yo.
Isabelle se detuvo a medio metro, el cuerpo tenso.
—¿Qué quieres, Noah?
Él sonrió con la familiaridad que ya no calzaba del todo.
—Ven. Te prometo que será breve.
No dijo más. Caminó con esa seguridad heredada de los Moore, y ella, por impulso, lo siguió.
***
El hotel era el más exclusivo de